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(Visión de
María Valtorta)
24 de febrero
de 1944. Primer jueves de Cuaresma.
Ante mí la
soledad pedregosa que había contemplado a mi izquierda en la visión del bautismo
de Jesús en el Jordán. Pero debo haberme adentrado mucho en ella, porque no veo
en absoluto el hermoso río lento y azul, ni la vena de hierba que sigue su curso
por las dos orillas, como alimentada por aquella arteria de agua. Aquí, sólo
soledad, pedruscos, tierra tan abrasada, que ha quedado reducida a polvo
amarillento que de vez en cuando el viento levanta en pequeños remolinos que
parecen hálito de boca febril por lo seco y calientes que están; muy molestos
por el polvo que con ellos penetra en la nariz y en la faringe. Muy raros, algún
pequeño matorral espinoso, que ha resistido –quién sabe por qué– en aquella
desolación: parecen los restos de mechones de cabellos en la cabeza de un calvo.
Arriba, un cielo despiadadamente azul; abajo, el terreno árido; en torno, rocas
y silencio. Esto es lo que veo, por lo que a la naturaleza se refiere.
Apoyado en
una roca que, por su forma, –más o menos así, como me esfuerzo en dibujarla–
crea un embrión de gruta, y sentado en una piedra que ha sido arrastrada hasta
la oquedad, en el punto +, está Jesús. Se resguarda así del sol ardiente. Y el
interno consejero me indica que esa piedra, en la que ahora está sentado, es
también su reclinatorio y su almohada cuando descansa breves horas envuelto en
su manto bajo la luz de las estrellas y el aire frío de la noche. Ahí cerca está
la bolsa que le vi tomar antes de salir de Nazaret: todo su haber; por lo
flácida que aparece, comprendo que está vacía de la poca comida que en ella
había puesto María.
Jesús está
muy delgado y pálido. Está sentado, con los codos apoyados en las rodillas y los
antebrazos hacia fuera, con las manos unidas y entrelazadas por los dedos.
Medita. De vez en cuando, levanta la mirada y la dirige a su alrededor y mira al
Sol, que está alto, casi a plomada, en el cielo azul. De vez en cuando, y
especialmente después de dirigir la mirada en torno a sí y alzarla hacia la luz
solar, como con vértigo, cierra los ojos y se apoya en la peña que le sirve de
cobijo.
Veo aparecer
el feo hocico de Satanás. No se presenta de la forma con que nos lo imaginamos:
con cuernos, rabo, etc. etc. Parece un beduino envuelto en su vestido y en su
gran manto, que se asemeja a un disfraz de dominó. En la cabeza, el turbante,
cuyas faldas blancas caen sobre los hombros y a ambos lados de la cara para
protegerlos. De manera que, de la cara, puede verse un pequeño triángulo muy
moreno, de labios delgados y sinuosos, de ojos negrísimos y hundidos, llenos de
destellos magnéticos. Dos pupilas que te leen en el fondo del corazón, pero en
las que no lees nada o una sola palabra: misterio. Lo opuesto del ojo de Jesús,
también muy magnético y fascinante, que te lee en el corazón, pero en el que tú
lees también que en su corazón hay amor y bondad hacia ti. El ojo de Jesús es
una caricia en el alma. Éste es como un doble puñal que te perfora y quema.
Se acerca a
Jesús: “¿Estás sólo?”.
Jesús lo mira
y no responde.
“¿Cómo es que
estás aquí? ¿Te has perdido?”.
Jesús vuelve
a mirarle y calla.
“Si tuviera
agua en la cantimplora, te la daría, pero yo también estoy sin ella. Se me ha
muerto el caballo y me dirijo a pie al vado. Allí beberé y encontraré a alguien
que me dé un pan. Sé el camino. Ven conmigo. Te guiaré”.
Jesús ya ni
siquiera alza los ojos.
“¿No
respondes? ¿Sabes que si te quedas aquí mueres? Ya se levanta el viento. Va a
haber tormenta. Ven”.
Jesús aprieta
las manos en muda oración.
“¡Ah,
entonces eres Tú! ¡Hace mucho que te busco! Y hace mucho que te vengo
observando. Desde el momento en que fuiste bautizado. ¿Llamas al Eterno? Está
lejos. Ahora estás en la tierra, entre los hombres. Y sobre los hombres reino
yo. Pero, me das pena y quiero ayudarte, porque eres bueno y has venido a
sacrificarte por nada. Los hombres te odiarán por tu bondad. No entienden más
que de oro, comida y sensualidad. Sacrificio, dolor, obediencia, son para ellos
palabras más muertas que esta tierra que tenemos a nuestro alrededor. Son aún
más áridos que este polvo. Sólo la serpiente y el chacal pueden esconderse aquí,
esperanza morder o despedazar a alguno. Vámonos. No merece la pena sufrir por
ellos. Los conozco más que Tú”.
Satanás se ha
sentado frente a Jesús, le escudriña con su mirada tremenda y sonríe con su boca
de serpiente. Jesús sigue callado y ora mentalmente.
“Tú
desconfías de mí. Haces mal. Yo soy la sabiduría de la Tierra. Puedo ser maestro
tuyo para enseñarte a triunfar. Mira: lo importante es triunfar. Luego, cuando
uno se ha impuesto, cuando ha engatusado al mundo, puede conducir a éste a donde
quiera. Pero primero hay que ser como les gusta a ellos, como ellos. Seducirlos
haciéndoles creer que los admiramos y seguimos su pensamiento.
Eres joven y
atractivo. Empieza por la mujer. Siempre se debe comenzar por ella. Yo me
equivoqué induciendo a la mujer a la desobediencia. Debería haberla aconsejado
de otra forma. Habría hecho de ella un instrumento mejor y habría vencido a
Dios. Actué precipitadamente. ¡Pero Tú...! Yo te enseño porque un día deposité
en ti mi mirada con júbilo angélico y aún me queda un resto de aquel amor;
escúchame y usa mi experiencia: búscate una compañera. Adonde Tú no llegues,
ella llegará. Eres el nuevo Adán, debes tener tu Eva.
Además, ¿cómo
podrás comprender y curar las enfermedades de la sensualidad si no sabes lo que
son? ¿No sabes que es ahí donde está el núcleo del que nace la planta de la
codicia y del afán de poder? ¿Por qué el hombre quiere reinar? ¿Por qué quiere
ser rico, potente? Para poseer a la mujer. Ésta es como la alondra. Tiene
necesidad de algo que brille para sentirse atraída. El oro y el poder son las
dos caras del espejo que atraen a las mujeres y las causas del mal en el mundo.
Mira: detrás de mil delitos de distinta naturaleza, hay al menos novecientos que
tienen raíz en el hambre de posesión de la mujer o en la voluntad de una mujer
consumida por un deseo que el hombre aún no satisface, o ya no satisface. Ve a
la mujer, si quieres saber qué es la vida. Sólo después sabrás atender y curar
los males de la humanidad.
¡Es bonita la
mujer! No hay nada más hermoso en el mundo. El hombre tiene el pensamiento y la
fuerza. ¡Pero la mujer!... Su pensamiento es un perfume, su contacto es caricia
de flores, su gracia es como vino que entra, su debilidad es como madeja de seda
o rizo de niño en las manos del hombre, su caricia es fuerza que se vierte en la
nuestra y la enciende. El dolor, la fatiga, la aflicción, quedan anulados cuando
se está junto a una mujer y ella entre nuestros brazos como un ramo de flores.
Pero, ¡qué
tonto soy! Tú tienes hambre y te hablo de la mujer. Tu vigor está exhausto. Por
ello, esta fragancia de la Tierra, esta flor de la creación, este fruto que da y
suscita amor, te parece sin importancia. Pero, mira estas piedras: ¡qué
redondeadas son y qué pulidas están, doradas bajo el Sol que cae!; ¿no parecen
panes? Tú, Hijo de Dios, no tienes más que decir “quiero”, para que se
transformen en oloroso pan como el que ahora están sacando del horno las amas de
casa para la cena de sus familiares. Y estas acacias tan secas, si Tú quieres,
¿no pueden llenarse de dulces pomos, de dátiles de miel? ¡Sáciate, oh Hijo de
Dios! Tú eres el Dueño de la Tierra. Ella se inclina para ponerse a tus pies y
quitarte el hambre.
¿Ves cómo te
pones pálido y te tambaleas con sólo oír nombrar el pan? ¡Pobre Jesús! ¿Estás
tan débil, que ya no puedes ni siquiera dominar el milagro? ¿Quieres que lo haga
yo en tu lugar? No estoy a tu altura, pero algo puedo. Me quedaré falto de
fuerzas durante un año, las reuniré todas, pero te quiero servir porque Tú eres
bueno y siempre me acuerdo de que eres mi Dios, aunque me haya hecho indigno de
llamarte tal. Ayúdame con tu oración para que pueda...”.
“Calla. No
sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que viene de Dios”.
El demonio
siente una sacudida de rabia. Le rechinan los dientes y aprieta los puños; de
todas formas, se contiene y transforma su mueca en sonrisa.
“Comprendo,
Tú estás por encima de las necesidades de la Tierra y te da repugnancia el
servirte de mí. Me lo he merecido. Ven, entonces, y ve lo que hay en la Casa de
Dios, ve cómo incluso los sacerdotes no rehúsan hacer transacciones entre el
espíritu y la carne; porque, al fin y al cabo, son hombres y no ángeles. Cumple
un milagro espiritual. Yo te llevo al pináculo del Templo, Tú transfigúrate en
belleza allí arriba, y luego llama a las cohortes de ángeles y di que hagan de
sus alas entrelazadas alfombra para tus pies y te porten así al patio principal.
Que te vean y se acuerden de que Dios existe. De vez en cuando es necesario
manifestarse, porque el hombre tiene una memoria muy frágil, especialmente en lo
espiritual. Tú sabes qué dichosos se sentirán los ángeles de proteger tu pie y
servirte de escalera cuando bajes”.
““No tientes
al Señor tu Dios”, está escrito”.
“Comprendes
que tu aparición tampoco mudaría las cosas y el Templo continuaría siendo un
mercado y un lugar de corrupción. Tu divina sabiduría sabe que los corazones de
los ministros del Templo son un nido de víboras, que se devoran, y devoran, con
tal de aumentar su poder. Sólo los doma el poder humano.
Ven entonces.
Adórame. Yo te daré la Tierra. Alejandro, Ciro, César, todos los mayores
dominadores pasados o vivos serán semejantes a jefes de mezquinas caravanas
respecto a ti, que tendrás a todos los reinos de la Tierra bajo tu cetro, y con
los reinos todas las riquezas, todas las cosas bellas de la tierra, y mujeres y
caballos y soldados y templos. Podrás poner en alto en todas partes tu Signo,
cuando seas Rey de los reyes y Señor del mundo. Entonces te obedecerá y venerará
el pueblo y el sacerdocio. Todas las castas te honrarán y servirán, porque serás
el Poderoso, el Único, el Señor.
¡Adórame
aunque sólo sea un momento! ¡Quítame esta sed que tengo de ser adorado! Es la
que me ha perdido, pero ha quedado en mí y me quema. Las llamaradas del infierno
son aire fresco de la mañana respecto a este ardor que me quema por dentro. Es
mi infierno, esta sed. ¡Un momento, un momento sólo, Cristo, Tú que eres bueno!
¡Un momento, aunque sólo sea, de gozo, al eterno Atormentado! Hazme sentir lo
que quiere decir ser dios, y me tendrás devoto, obediente como siervo, durante
toda la vida, en todas tus empresas. ¡Un momento! ¡Un solo momento, y no te
atormentaré más!”.
Satanás cae
de rodillas, suplicando.
Jesús por el
contrario, se ha levantado. Ha adelgazado en estos días de ayuno y parece aún
más alto. Su rostro tiene un terrible aspecto de severidad y potencia, sus ojos
son dos zafiros abrasadores, su voz es un trueno que resuena en la oquedad de la
roca y se esparce por el pedregal y el llano desolado cuando dice: “Vete,
Satanás. Está escrito: “Adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo servirás””.
Satanás, con
un alarido de condenado desgarro y de odio indescriptible, sale corriendo
(tremendo ver su furiosa, humeante persona). Y desaparece con un nuevo alarido
de maldición.
Jesús se
sienta cansado, apoyando hacia atrás la cabeza contra la roca. Parece exhausto.
Suda. Pero seres angélicos vienen a mover suavemente el aire con sus alas en el
ambiente de bochorno de la cueva, purificándolo y refrescándolo. Jesús abre los
ojos y sonríe. No le veo comer. Yo diría que se nutre del aroma del Paraíso,
obteniendo así nuevas fuerzas.
El Sol
desaparece por el poniente. Jesús toma su vacío talego y, acompañado por los
ángeles que producen una tenue luz suspendidos sobre su cabeza mientras la noche
cae rapidísima, se dirige hacia el Este, mejor dicho, hacia el nordeste. Ha
recuperado su expresión habitual, el paso seguro. Sólo queda, como recuerdo del
largo ayuno, un aspecto más ascético en su rostro delgado y pálido y en sus
ojos, absortos en una alegría que no es de esta Tierra.
Dice Jesús:
“Ayer estabas
sin tu fuerza, que es mi voluntad; eras, por tanto, un ser semivivo. He
permitido reposar a tus miembros, te he sometido al único ayuno que te pesa: el
de mi palabra. ¡Pobre María! Has pasado el Miércoles de Ceniza. En todo sentías
el sabor de la ceniza, porque estabas sin tu Maestro. No se me sentía, pero
estaba.
Esta mañana,
puesto que el ansia es recíproca, te he susurrado en tu duermevela: “Agnus Dei
qui tollis percata mundi, dona nobis pacem”, y te lo he hecho repetir muchas
veces y muchas te lo he repetido. Has creído que iba a hablar sobre esto. No.
Primero estaba el punto que te he mostrado y que te voy a comentar. Luego, esta
noche, te ilustro este otro.
Has visto que
Satanás se presenta siempre con apariencia benévola, con aspecto común. Si las
almas están atentas y, sobre todo, en contacto espiritual con Dios, advierten
ese aviso que las hace cautelosas y las dispone a combatir las insidias
demoníacas. Pero si las almas no están atentas a lo divino, separadas por una
carnalidad oprimente y ensordecedora, sin la ayuda de la oración que une a Dios
y vierte su fuerza como por un canal en el corazón del hombre, entonces
difícilmente se dan cuenta de la celada, y caen en ella, y luego es muy difícil
liberarse.
Las dos vías
más comunes que Satanás toma para llegar a las almas son la sensualidad y
la gula. Empieza siempre por la materia; una vez que la ha desmantelado y
subyugado, pasa a atacar a la parte superior: primero, lo moral (el
pensamiento con sus soberbias y deseos desenfrenados); después, el espíritu,
quitándole no sólo el amor –que ya no existe cuando el hombre ha substituido el
amor divino por otros amores humanos– sino también el temor de Dios. Es entonces
cuando el hombre se abandona en cuerpo y alma a Satanás, con tal de llegar a
gozar de lo que desea, de gozar cada vez más.
Has visto
cómo me he comportado Yo. Silencio y oración. Silencio. Efectivamente, si
Satanás lleva a cabo su obra de seductor y se nos acerca, se le debe soportar
sin impaciencias necias ni miedos mezquinos. Pero reaccionar: ante su presencia,
con entereza; ante su seducción, con la oración.
Es inútil
discutir con Satanás. Vencería él, porque es fuerte en su dialéctica. Sólo Dios
puede vencerle. Entonces, recurrir a Dios, que hable por nosotros, a través de
nosotros. Mostrar a Satanás ese Nombre y ese Signo, no tanto escritos en un
papel o grabados en un trozo de madera, cuanto escritos y grabados en el
corazón. Mi Nombre, mi Signo. Rebatir a Satanás únicamente cuando insinúa que es
como Dios, rebatirle usando la palabra de Dios; no la soporta.
Luego,
después de la lucha, viene la victoria, y los ángeles sirven y defienden del
odio de Satanás al vencedor; le confortan con los rocíos celestes, con la gracia
que vierten a manos llenas en el corazón del hijo fiel, con la bendición que
acaricia al espíritu.
Hace falta
tener la voluntad de vencer a Satanás, y fe en Dios y en su ayuda; fe en la
fuerza de la oración y en la bondad del Señor. En ese caso Satanás no puede
causar ningún daño.
Ve en paz.
Esta noche te llenaré de alegría con lo demás”.
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