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(Memorias Biográficas
de San Juan Bosco, Tomo VII, págs. 169-171)
El 26 de mayo de
1862 Don Bosco había prometido a sus jóvenes que les narraría algo muy agradable
en los últimos días del mes. El 30 de mayo, pues, por la noche les contó una
parábola o semejanza según él quiso denominarla. He aquí sus palabras: «Os
quiero contar un sueño. Es cierto que el que sueña no razona; con todo, yo que
os contaría a Vosotros hasta mis pecados si no temiera que salieran huyendo
asustados, o que se cayera la casa, se lo voy a contar para su bien espiritual.
Este sueño lo tuve hace algunos días. Figúrense que están conmigo a la orilla
del mar, o mejor, sobre un escollo aislado, desde el cual no ven más tierra que
la que tienen debajo de los pies. En toda aquella superficie líquida se ve una
multitud incontable de naves dispuestas en orden de batalla, cuyas proas
terminan en un afilado espolón de hierro a modo de lanza que hiere y traspasa
todo aquello contra lo cual llega a chocar. Dichas naves están armadas de
cañones, cargadas de fusiles y de armas de diferentes clases; de material
incendiario y también de libros (televisión, radio, internet, cine, teatro,
prensa), y se dirigen contra otra embarcación mucho más grande y más alta,
intentando clavarle el espolón, incendiarla o al menos hacerle el mayor daño
posible.
A esta
majestuosa nave, provista de todo, hacen escolta numerosas navecillas que de
ella reciben las órdenes, realizando las oportunas maniobras para defenderse de
la flota enemiga. El viento le es adverso y la agitación del mar favorece a los
enemigos. En medio de la inmensidad del mar se levantan, sobre las olas, dos
robustas columnas, muy altas, poco distante la una de la otra. Sobre una de
ellas campea la estatua de la Virgen Inmaculada, a cuyos pies se ve un amplio
cartel con esta inscripción: Auxilium Christianorum. Sobre la otra columna, que
es mucho más alta y más gruesa, hay una Hostia de tamaño proporcionado al
pedestal y debajo de ella otro cartel con estas palabras: Salus credentium. El
comandante supremo de la nave mayor, que es el Romano Pontífice, al apreciar el
furor de los enemigos y la situación apurada en que se encuentran sus leales,
piensa en convocar a su alrededor a los pilotos de las naves subalternas para
celebrar consejo y decidir la conducta a seguir. Todos los pilotos suben a la
nave capitaneada y se congregan alrededor del Papa. Celebran consejo; pero al
comprobar que el viento arrecia cada vez más y que la tempestad es cada vez más
violenta, son enviados a tomar nuevamente el mando de sus naves respectivas.
Restablecida por
un momento la calma, el Papa reúne por segunda vez a los pilotos, mientras la
nave capitana continúa su curso; pero la borrasca se torna nuevamente espantosa.
El Pontífice empuña el timón y todos sus esfuerzos van encaminados a dirigir la
nave hacia el espacio existente entre aquellas dos columnas, de cuya parte
superior todo en redondo penden numerosas áncoras y gruesas argollas unidas a
robustas cadenas. Las naves enemigas dispónense todas a asaltarla, haciendo lo
posible por detener su marcha y por hundirla. Unas con los escritos, otras con
los libros, con materiales incendiarios de los que cuentan gran abundancia,
materiales que intentan arrojar a bordo; otras con los cañones, con los fusiles,
con los espolones: el combate se torna cada vez más
encarnizado. Las proas enemigas chocan contra ella violentamente, pero sus
esfuerzos y su ímpetu resultan inútiles. En vano reanudan el ataque y gastan
energías y municiones: la gigantesca nave prosigue segura y serena su camino. A
veces sucede que por efecto de las acometidas de que se le hace objeto, muestra
en sus flancos una larga y profunda hendidura; pero apenas producido el daño,
sopla un viento suave de las dos columnas y las vías de agua se cierran y las
brechas desaparecen.
Disparan
entretanto los cañones de los asaltantes, y al hacerlo revientan, se rompen los
fusiles, lo mismo que las demás armas y espolones. Muchas naves se abren y se
hunden en el mar. Entonces, los enemigos, encendidos de furor comienzan a luchar
empleando el arma corta, las manos, los puños, las injurias, las blasfemias,
maldiciones, y así continúa el combate. Cuando he aquí que el Papa cae herido
gravemente. Inmediatamente los que le acompañan acuden a ayudarle y le levantan.
El Pontífice es herido una segunda vez, cae nuevamente y muere. Un grito de
victoria y de alegría resuena entre los enemigos; sobre las cubiertas de sus
naves reina un júbilo indecible. Pero apenas muerto el Pontífice, otro ocupa el
puesto vacante. Los pilotos reunidos lo han elegido inmediatamente; de suerte
que la noticia de la muerte del Papa llega con la de la elección de su sucesor.
Los enemigos comienzan a desanimarse. El nuevo Pontífice, venciendo y superando
todos los obstáculos, guía la nave hacia las dos columnas, y al llegar al
espacio comprendido entre ambas, la amarra con una cadena que pende de la proa a
un áncora de la columna que ostenta la Hostia; y con otra cadena que pende de la
popa la sujeta de la parte opuesta a otra áncora colgada de la columna que sirve
de pedestal a la Virgen Inmaculada. Entonces se produce una gran confusión.
Todas las naves
que hasta aquel momento habían luchado contra la embarcación capitaneada por el
Papa, se dan a la huida, se dispersan, chocan entre sí y se destruyen
mutuamente. Unas al hundirse procuran hundir a las demás. Otras navecillas que
han combatido valerosamente a las órdenes del Papa, son las primeras en llegar a
las columnas donde quedan amarradas. Otras naves, que por miedo al combate se
habían retirado y que se encuentran muy distantes, continúan observando
prudentemente los acontecimientos, hasta que, al desaparecer en los abismos del
mar los restos de las naves destruidas, bogan aceleradamente hacia las dos
columnas, llegando a las cuales se aseguran a los garfios pendientes de las
mismas y allí permanecen tranquilas y seguras, en compañía de la nave capitana
ocupada por el Papa. En el mar reina una calma absoluta. Al llegar a este punto
del relato, San Juan Bosco preguntó a Beato Miguel Rúa: —¿Qué piensas de esta
narración? Beato Miguel Rúa contestó: —Me parece que la nave del Papa es la
Iglesia de la que es Cabeza: las otras naves representan a los hombres y el mar
al mundo. Los que defienden a la embarcación del Pontífice son los leales a la
Santa Sede; los otros, sus enemigos, que con toda suerte de armas intentan
aniquilarla.
Las dos columnas
salvadoras me parece que son la devoción a María Santísima y al Santísimo
Sacramento de la Eucaristía. Beato Miguel Rúa no hizo referencia al Papa caído y
muerto y San Juan Bosco nada dijo tampoco sobre este particular. Solamente
añadió: —Has dicho bien. Solamente habría que corregir una expresión. Las naves
de los enemigos son las persecuciones. Se preparan días difíciles para la
Iglesia. Lo que hasta ahora ha sucedido es casi nada en comparación a lo que
tiene que suceder. Los enemigos de la Iglesia están representados por las naves
que intentan hundir la nave principal y aniquilarla si pudiesen. ¡Sólo quedan
dos medios para salvarse en medio de tanto desconcierto! Devoción a María
Santísima. Frecuencia de Sacramentos: Comunión frecuente, empleando todos los
recursos para practicarlos nosotros y para hacerlos practicar a los demás
siempre y en todo momento. ¡Buenas noches! Las conjeturas que hicieron los
jóvenes sobre este sueño fueron muchísimas, especialmente en lo referente al
Papa; pero Don Bosco no añadió ninguna otra explicación. Cuarenta y ocho años
después —en A.D. 1907— el antiguo alumno, canónigo Don Juan Ma. Bourlot,
recordaba perfectamente las palabras de San Juan Bosco. Hemos de concluir
diciendo que César Chiala y sus compañeros, consideraron este sueño como una
verdadera visión o profecía.
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